domingo, diciembre 25, 2005

Las dos muertes (II)


Faltando poco para terminar la lectura de “Las intermitencias de la muerte”, alguien me recomendó las bondades del café instantáneo, de acuerdo a esta recomendación, el asunto era sencillo: una cucharada en una taza de leche caliente, un poco de azúcar, revolver y listo. Tomando esta sugerencia, y con la coincidencia de que el café en polvo se había terminado, decidí hacerme (solo para efectos de prueba) con el frasco mas pequeño de esta supuesta maravilla.

Al sábado siguiente, dispuesto a comenzar una tarde de lectura, probar un con leche cremoso y caliente a base de mi nuevo Nescafé era justo y necesario. Es sabroso, cierto, pero a pesar de cumplirse todas las promesas de quien me recomendara este polvito mágico, faltaba algo que solo en la mañana del domingo siguiente pude descubrir.

Se trataba de aquellos detalles que nos permiten no caer en los brazos de la segunda muerte, esa que no describe Saramago en su entretenida novela, la muerte del alma, la muerte del espíritu. En el caso de la taza de café, lo que me faltaba e inquietaba era el olor del recién colado, el sonido de la cafetera anunciando el final del proceso y por supuesto todo el ritual necesario para su preparación. Este último si es un café, para el disfrute de varios sentidos, es que es algo parecido al ritual que era necesario para poner un Long Play antes de la existencia de los CDs...limpiar "la aguja", sacar el disco de su bolsita para luego quitarle el polvo..., todo este proceso para finalmente disfrutar unas diez canciones contenidas en los lados A y B que agrupaban los surcos de cada tema.

Asi como en la preparación de una simple taza de cafe, son muchos los detalles que hacen la diferencia entre respirar y vivir, entre caminar porque es lo que hacen los demás, o avanzar con un sentido y un propósito disfrutando lo bueno y lo malo del recorrido, detalles que permiten no estar muertos en vida, ni estar esperando que la primera muerte, la muerte física, la muerte del cuerpo, esa mujer muy hermosa alrededor de los treinta años, venga a buscarnos.

Nada mejor que un buen cuento para pensar sobre la muerte y esos detalles.

El Buscador
Cuentos para pensar, Jorge Bucay

Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. El había aprendido a hacer caso riguroso a estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó mucho la atención.

Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores, la rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada.

Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en ese lugar. El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas, como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de este paraíso multicolor.

Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción:

Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días

Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra, era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar.

Mirando a su alrededor el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla, decía:

Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas.

El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Este hermoso lugar era un cementerio y cada piedra una tumba.

Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.

Pero lo que lo conectó con el espanto, fue comprobar que el que mas tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años....Embargado por un dolor terrible se sentó y se puso a llorar.

El cuidador del cementerio, pasaba por ahí y se acercó. Lo miró llorar por un rato en silencio y luego preguntó si lloraba por algún familiar.

- No, ningún familiar, dijo el buscador, ¿qué pasa con este pueblo?, ¿qué cosa tan terrible hay en esta ciudad?, ¿por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar?, ¡¿cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?!

El anciano se sonrió y dijo

- Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple quince años sus padres le regalan una libreta, como ésta que tengo aquí, colgando en el cuello. Y es tradición entre nosotros que a partir de allí cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella, a la izquierda, qué fue lo disfrutado, a la derecha, cuanto tiempo duró el gozo.

Conoció a su novia, y se enamoró de ella. ¿Cuánto duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?, ¿una semana?, ¿dos?, ¿tres semanas y media?. Y después...la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso, ¿cuánto duró?, ¿el minuto y medio del beso?, ¿dos días?, ¿una semana?.

¿Y el embarazo o el nacimiento del primer hijo?
¿Y el casamiento de los amigos?
¿Y el viaje mas deseado?
¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?
¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?, ¿horas? ¿días?

Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos...cada momento.

Cuando alguien muere,
es nuestra costumbre,
abrir su libreta
y sumar el tiempo de lo disfrutado,
para escribirlo sobre su tumba,
porque ese es, para nosotros,
el único y verdadero tiempo vivido.